Fracturas en La Habana

Racismo, envejecimiento y emigración: Tres conflictos que deberán administrar los primeros gobiernos del postcastrismo.
por RAFAEL ROJAS, México D. F.

El 20 de octubre del 2004, Fidel Castro dio un mal paso y cayó de bruces frente al público que lo aplaudía. Al día siguiente, apareció en Granma un artículo titulado «Estoy entero», en el que Castro, oscilando entre la primera y la tercera persona, narraba los pormenores de la caída y de la actuación coordinada de los médicos y el paciente. «Mi pie izquierdo pisó en el vacío por la diferencia de altura, y el impulso y la inevitable ley de la gravedad, descubierta hace tiempo por Newton, hicieron que me precipitara hacia delante hasta caer en fracción de segundos en el pavimento».


Castro, junto a Otto Rivero,
actual vicepresidente del gobierno
para la 'batalla de ideas'.

Según Fidel, los cirujanos y él mismo, de común acuerdo, realizaron el diagnóstico: «el húmero del brazo derecho presentaba una fisura…, la rótula de la rodilla izquierda estaba fragmentada en ocho pedazos…». Los especialistas y el paciente decidieron, entonces, proceder «a la inmediata operación de la rodilla y a la inmovilización del brazo derecho con un sencillo cabestrillo». En medio del tratamiento surgió un dilema: ¿qué tipo de anestesia aplicar al paciente? Una vez más, los cirujanos y el caudillo resolvieron, de consuno, la «anestesia por vía raquídea, que adormece la parte inferior del cuerpo y mantiene intacto el resto del organismo».

En su texto, Castro explica por qué «se tomó» la decisión de aplicar la anestesia parcial: «dadas las circunstancias actuales era necesario evitar la anestesia general para estar en condiciones de atender numerosos asuntos importantes». Luego de la exitosa operación de la rodilla izquierda —»un trabajo de orfebrería, en el que cirujanos ortopédicos se dedicaron a reunir y a ubicar los fragmentos como tejedores, cosiendo con fino hilo de acero unos y otros»—, Castro podía asegurar con alivio: «desde el mismo instante de la caída no he dejado de atender las tareas más importantes que me corresponden, en coordinación con todos los demás compañeros».

Los dos cuerpos del rey

La caída del 20 de octubre y el texto Estoy entero podrían interpretarse como episodios reveladores de la esencia unipersonal del régimen cubano. En Cuba, como en las monarquías absolutas del ancien régime, el cuerpo del líder es también el cuerpo del Estado. Un clásico estudio de teología política medieval, Los dos cuerpos del rey, de Ernst H. Kantorowicz, describe claramente esta concepción biológica del poder para el caso de la Inglaterra isabelina. En cualquier absolutismo monárquico, según Kantorowicz, el rey posee dos cuerpos en uno: el suyo, que corresponde a su existencia física, y el cuerpo abstracto: la corporación personal que controla el reino.

Tras la caída del 20 de octubre, Fidel Castro sintió la urgencia de comunicar al pueblo que, a pesar de las fracturas, podía pensar y hablar y que esas dos facultades implicaban la mayor parte de su capacidad de gobierno. El título de su crónica, Estoy entero, quería trasmitir precisamente eso: las fracturas en la rodilla y el brazo estaban localizadas en zonas de su cuerpo físico, pero su cuerpo metafísico, la fuente inagotable de su maquiavelismo y su retórica, permanecía intacta. La frase «estoy entero», sin embargo, desprendía un tono irónico que no ocultaba la certeza de que cualquier fractura en el cuerpo de Castro también era una fractura en el gobierno de Cuba.

Es sabida la obsesión de Fidel Castro con la medicina, la genética y, más recientemente, la geriatría. Las cacareadas motivaciones humanitarias de esa obsesión habría que entenderlas como manifestaciones de una voluntad de dominio, basada en la identificación entre el período histórico del régimen y la vida del caudillo. La prueba más patética de esa concepción biológica del poder es el llamado «club de los 120», que encabeza el médico personal de Castro, Eugenio Selman-Housein Abdo, y que, cada año, reúne en el Hotel Nacional de la Habana a gerontólogos y ancianos millonarios de todo el mundo, que debaten sobre los misterios de la longevidad y la prolongación de la vida.

La fantasía de un Fidel Castro lúcido y longevo, formulada por el Doctor Selman en una declaración memorable —»nos hemos propuesto que Fidel viva 120 años y, si lo conseguimos, trataremos de prolongarle la vida hasta los 120″— es una maniobra simbólica que quiere ocultar las fracturas del régimen cubano. La más evidente de esas fracturas es la que, desde 1992, experimentan las élites del poder. Una generación de políticos más o menos reformistas, nacidos poco antes de la revolución —Carlos Aldana, Roberto Robaina, Marcos Portal, Carlos Lage, José Luis Rodríguez, Abel Prieto, Raúl Roa Kourí…—, ha sido desplazada o neutralizada por otra generación de políticos, nacidos bajo el comunismo: Felipe Pérez Roque, Carlos Valenciaga, Otto Rivero, Hassan Pérez, Carmen Rosa Báez, Yadira García.

Talibanes y batalla de ideas

Esta nueva generación, que Jean François Fogel identifica como los «talibanes» del castrismo, ha comprendido que para ascender ya no son necesarias la coherencia doctrinal ni la lealtad al Partido, sino la confianza y la cercanía de Fidel. Las nuevas formas de veneración política, practicadas por esos líderes, cristalizan en el llamado «Grupo de Apoyo», una suerte de gobierno virtual que corrige el funcionamiento de los ministerios y otras instituciones del Estado. El cuerpo débil de Fidel Castro se «apoya» en esa camada de jóvenes fervorosos e intransigentes con el fin de trasmitir la ilusión de perdurabilidad biológica y, al mismo tiempo, atizar las fricciones dentro de la élite. En la administración de esos conflictos, Castro reitera su papel moderador y su condición de eje de lealtades.

La función de respaldo físico del «Grupo de Apoyo» se compensa con la misión, supuestamente espiritual, de la «batalla de ideas». Esta modalidad disparatada de «revolución cultural» del castrismo tardío ha sido asignada, paradójicamente, a jóvenes pragmáticos con retórica incendiaria que han elegido, como vía de movilidad política, el rol de enfermeros, monaguillos o ventrílocuos de Castro, antes que la consistencia ideológica que reclama el viejo y desprestigiado Partido. Para esos jóvenes, ambiciosos y decididos a hacer carrera política en el postcastrismo, es más cómodo y seguro buscar con ojos de adoración la mirada aprobatoria de Fidel que aventurarse en propuestas racionales sobre el futuro del socialismo.

La principal empresa política de los «talibanes», la «batalla de ideas», que ya cuenta con una vicepresidencia del Consejo de Ministros, no sólo es ficticia porque se libra contra enemigos invisibles —la disidencia y el exilio—, deliberadamente excluidos de la esfera pública insular, sino porque tiene que ver más con símbolos e imágenes que con ideas y creencias, con burdas pasiones y no con filosofías estatales. Es cierto, como ha dicho David Rieff, que Cuba sufre, desde hace 46 años, un estado latente de guerra civil. Pero esa guerra, desde 1992 por lo menos, ya no es entre grandes ideologías, como el comunismo y la democracia, sino entre una ciudadanía fragmentada y sin recursos materiales, legales y morales para ejercer una oposición efectiva y un pequeño grupo de personas, encabezado por Fidel Castro, que ha secuestrado a mano armada la voluntad general de toda una nación y que aspira a perpetuarse en el poder.

Detrás de esas dos generaciones que se disputan la sucesión, y sus fisuras, reside el verdadero centro del poder cubano: la nueva casta militar empresarial que controla los recursos materiales y los aparatos represivos del Estado. En ausencia de Fidel Castro, ese núcleo, que hoy carece de visibilidad política, deberá entrar en escena por sí mismo o por medio de alianzas con las otras dos facciones. La forma en que lo haga será decisiva para determinar el margen de libertades públicas que se abrirá en la primera fase de la transición y las posibilidades que tendrá la oposición de la Isla y el exilio —sin duda, el único actor con credibilidad democrática— de integrarse al campo político del postcastrismo.

Tensiones de hoy, disturbios del futuro

Desde hace años, en medios intelectuales y políticos de la disidencia y el exilio, se debate, con fundado temor, la posibilidad de que esas nuevas élites militares y empresariales, luego de la muerte de Fidel Castro, intenten una sucesión autoritaria, al estilo chino o ruso, con respaldo de Estados Unidos, la Unión Europea y América Latina. Es miserable pedirle paciencia a una oposición que lleva 46 años sufriendo ejecuciones, cárceles y destierros. Sin embargo, el rechazo, desde ahora, no sólo del castrismo tardío sino de un virtual postcastrismo autoritario, enrarece el mensaje de la oposición y descarta, anticipadamente, dos hechos tentativos: que, en ausencia de Castro, el régimen cubano será más vulnerable a la presión interna y externa, dadas las altas expectativas de cambio, y que alguna de las facciones castristas, sin su eje de lealtades, podría tener un comportamiento prodemocrático.

Lamentablemente, en La Habana, las fracturas no sólo quiebran los huesos del Estado; también obstruyen las articulaciones de la sociedad. Hoy, a 46 años de la construcción totalitaria, el tejido social de la Isla está obstruido como nunca antes en cien años de historia postcolonial. Entre las tensiones sociales que perturban la realidad de la Isla hay, por lo menos, tres, cuya intensidad anuncia un ciclo de disturbios en el futuro próximo. Esas tres tensiones impactan la composición étnica, demográfica y migratoria de la ciudadanía cubana. Como le gustaba advertir a Martí, a un siglo de la independencia, la sociedad vuelve a cuestionar los límites de la imaginación política.

La primera de las tensiones tiene que ver con la reactivación de las identidades raciales. Luego de un siglo republicano, con una primera mitad más o menos liberal, y una segunda mitad, resueltamente totalitaria, la diversidad étnica de la Isla regresa por sus fueros políticos. En un momento de amplia difusión del paradigma multiculturalista, la tentación de asignar derechos a las alteridades identitarias, y no a la ciudadanía constitucional, amenaza con fragmentar los últimos enclaves del pacto republicano. Para la Cuba postcomunista sigue vigente el reto de la conformación jurídica y política de un republicanismo multiculural.

La creciente disparidad social, debida a una economía estatizada e ineficaz, afecta, sobre todo, a la población negra y mulata de la Isla, la cual, según estimaciones del último censo, que el gobierno de Fidel Castro no se atreve a publicar, podría rebasar el 60%. En esa mayoría demográfica se concentra el menor acceso al precario mercado en divisas, sobre el que gravita la clase media blanca que recibe remesas del exterior y acapara las firmas, corporaciones y empresas mixtas. Esa población negra y mulata pobre de la Isla es constantemente inducida al miedo al regreso de un exilio blanco y próspero.

Generaciones y expectativas

La segunda de las fracturas sociales está relacionada con la composición demográfica y generacional de la Isla. Junto con un envejecimiento paulatino, producto de la disminución de la natalidad, la emigración juvenil, la alta tasa de divorcios y las bajas expectativas de bienestar familiar, la sociedad cubana experimenta el choque de tres generaciones: la que llegó a la adultez antes de la revolución, la que se formó en las tres décadas de socialismo y la generación postcomunista que ha emergido en los últimos quince años. Cada una de esas generaciones posee su repertorio simbólico, su memorial de agravios u orgullos y sus expectativas de continuidad o cambio.

Finalmente, además de la fractura racial y demográfica de la Isla, habría que indagar sobre la fractura migratoria que escinde a la ciudadanía cubana. Fuera de la Isla viven más de dos millones de cubanos, cada año emigran a Estados Unidos, Europa y América Latina, entre 20.000 y 30.000, jóvenes en su mayoría, y el potencial migratorio, reconocido por las propias autoridades habaneras, es de medio millón de habitantes. A pesar de la reforma migratoria promovida por el régimen, es creciente la contraposición entre la mentalidad y el modo de vida de esa comunidad emigrada y los usos y costumbres de los habitantes de la Isla.

La propia emigración cubana tampoco está exenta de fisuras generacionales, culturales y políticas. El exilio, que es la franja activamente opositora de la emigración, se ha renovado y diversificado en las dos últimas décadas. Sin embargo, la estrategia migratoria del gobierno cubano, sobre todo dentro de la joven diáspora asentada en Estados Unidos, Europa y América Latina, ha demostrado su eficacia en la despolitización progresiva de los nuevos sujetos migratorios. La concesión de «pasaportes habilitados» a una buena parte de esa diáspora, instrumentada como reacción demagógica y utilitaria —la repatriación selectiva es una jugada de neutralización política y, también, un negocio— contra las restricciones migratorias de la administración Bush, y el anquilosamiento del discurso exiliado, en sus modalidades más intransigentes, incentivan la apatía política de la última emigración.

Las fracturas de la sociedad y la política cubanas que hemos reseñado, y que hoy son apenas vislumbres de analistas y académicos, mañana, durante el cambio de régimen y la transición a la democracia, podrían ser auténticas batallas: guerras entre sujetos, discursos y memorias por el territorio jurídico y simbólico de la nueva república cubana. Los primeros gobiernos que se construyan en el postcastrismo, ya sea desde un formato de sucesión autoritaria o desde uno de transición democrática, deberán administrar esos conflictos. Conocer y estudiar dichas fracturas, desde ahora, es la mejor manera de contribuir a la rearticulación del cuerpo social y político de la Isla que viviremos en las próximas décadas.